(Conferencias)
Las nanas infantiles
Señoras y señores:
En esta conferencia no pretendo, como en anteriores, definir, sino subrayar; no
quiero dibujar, sino sugerir. Animar, en su exacto sentido. Herir pájaros
soñolientos. Donde haya un rincón oscuro, poner un reflejo de nube alargada y
regalar unos cuantos espejos de bolsillo a las señoras que asisten.
He querido bajar a la ribera de los juncos. Por debajo de las tejas amarillas. A
la salida de las aldeas, donde el tigre se come a los niños. Estoy en este
momento lejos del poeta que mira el reloj, lejos del poeta que lucha con la
estatua, que lucha con el sueño, que lucha con la anatomía; he huido de todos
mis amigos y me voy con aquel muchacho que se come la fruta verde y mira cómo
las hormigas devoran al pájaro aplastado por el automóvil.
Por las calles más puras del pueblo me encontraréis; por el aire viajero y la
luz tendida de las melodías que Rodrigo Caro llamó "reverendas madres de todos
los cantares". Por todos los sitios donde se abre la tierna orejita rosa del
niño o la blanca orejita de la niña que espera, llena de miedo, el alfiler que
abra el agujero para la arracada.
En todos los paseos que yo he dado por España, un poco cansado de catedrales, de
piedras muertas, de paisajes con alma, me puse a buscar los elementos vivos,
perdurables, donde no se hiela el minuto, que viven un tembloroso presente.
Entre los infinitos que existen, yo he seguido dos: las canciones y los dulces.
Mientras una catedral permanece clavada en su época, dando una expresión
continua del ayer al paisaje siempre movedizo, una canción salta de pronto de
ese ayer a nuestro instante, viva y llena de latidos como una rana, incorporada
al panorama como arbusto reciente, trayendo la luz viva de las horas viejas,
gracias al soplo de la melodía.
Todos los viajeros están despistados. Para conocer la Alhambra de Granada. por
ejemplo, antes de recorrer sus patios y sus salas, es mucho más útil, más
pedagógico comer el delicioso alfajor de Zafra o las tortas alajú de las monjas,
que dan, con la fragancia y el sabor, la temperatura auténtica del palacio
cuando estaba vivo, así como la luz antigua y los puntos cardinales del
temperamento de su corte.
En la melodía, como en el dulce, se refugia la emoción de la historia, su luz
permanente sin fechas ni hechos. El amor y la brisa de nuestro país vienen en
las tonadas o en la rica pasta del turrón, trayendo vida viva de las épocas
muertas, al contrario de las piedras, las campanas, las gentes con carácter y
aun el lenguaje.
La melodía, mucho más que el texto, define los caracteres geográficos y la línea
histórica de una región y señala de manera aguda momentos definidos de un perfil
que el tiempo ha borrado. Un romance, desde luego, no es perfecto hasta que no
lleva su propia melodía, que le da la sangre y palpitación y el aire severo o
erótico donde se mueven los personajes.
La melodía latente, estructurada con sus centros nerviosos y sus ramitos de
sangre, pone vivo calor histórico sobre los textos que a veces pueden estar
vacíos y otras veces no tienen más valor que el de simples evocaciones.
Antes de pasar adelante debo decir que no pretendo dar en la clave de las
cuestiones que trato. Estoy en un plano poético donde el sí y el no de las cosas
son igualmente verdaderos. Si me preguntan ustedes: "¿Una noche de luna de hace
cien años es idéntica a una noche de luna de hace diez días?", yo podría
demostrar (y como yo otro poeta cualquiera, dueño de su mecanismo) que era
idéntica y que era distinta de la misma manera y con el mismo acento de verdad
indiscutible. Procuro evitar el dato erudito que, cuando no tiene gran belleza,
cansa a los auditorios, y en cambio, persigo subrayar el dato de emoción, porque
a vosotros os interesa más saber si de una melodía brota una brisa tamizada que
incita al sueño o si una canción puede poner un paisaje simple delante de los
ojos recién cuajados del niño, que saber si esa melodía es del siglo XVII o si
está escrita en 3 por 4, cosa que el poeta debe saber, pero no repetir, y que
realmente está al alcance de todos los que se dedican a estas cuestiones.
Hace unos años, paseando por las inmediaciones de Granada, oí cantar a una mujer
del pueblo mientras dormía a su niño. Siempre había notado la aguda tristeza de
las canciones de cuna de nuestro país; pero nunca como entonces sentí esta
verdad tan concreta. Al acercarme a la cantora para anotar la canción observé
que era una andaluza guapa, alegre sin el menor tic de melancolía; pero una
tradición viva obraba en ella y ejecutaba el mandado fielmente, como si
escuchara las viejas voces imperiosas que patinaban por su sangre. Desde
entonces he procurado recoger canciones de cuna de todos los sitios de España;
quise saber de qué modo dormía a sus hijos las mujeres de mi país, y al cabo de
un tiempo recibí la impresión de que España usa sus melodías para teñir el
primer sueño de sus niños. No se trata de un modelo o de una canción aislada en
una región, no; todas las regiones acentúan sus caracteres poéticos y su fondo
de tristeza en esta clase de cantos, desde Asturias y Galicia hasta Andalucía y
Murcia, pasando por el azafrán y el modo yacente de Castilla.
Existe una canción de cuna europea, suave y monótona, a la cual puede entregarse
el niño con toda fruición, desplegando todas sus aptitudes para el sueño.
Francia y Alemania ofrecen característicos ejemplos, y entre nosotros, los
vascos dan la nota europea con sus nanas de un lirismo idéntico al de las
canciones nórdicas, llenas de ternura y amable simplicidad.
La canción de cuna europea no tiene más objeto que dormir al niño, sin que
quiera, como la española, herir al mismo tiempo su sensibilidad.
El ritmo y la monotonía de estas canciones de cuna que llamo europeas las pueden
hacer aparecer como melancólicas, pero no lo son por sí mismas; son melancólicas
accidentalmente, como un chorro de agua o el temblor de unas hojas en
determinado momento. No podemos confundir monotonía con melancolía. El cogollo
de Europa tiende grandes telones grises ante sus niños para que duerman
tranquilamente. Doble virtud de lana y esquila. Con el mayor tacto.
Las canciones de cuna rusas que conozco, aun teniendo el oblicuo y triste rumor
eslavo, pómulo y lejanía, de toda su música, no poseen la claridad sin nubes de
las españolas, el sesgo profundo, la sencillez patética que nos caracterizan. La
tristeza de la canción de cuna rusa puede soportarla el niño, como se soporta un
día de niebla detrás de los cristales; pero en España, no. España es el país de
los perfiles. No hay términos borrosos por donde se pueda huir al otro mundo.
Todo se dibuja y limita de la manera más exacta. Un muerto es más muerto en
España que en cualquiera otra parte del mundo. Y el que quiere saltar al sueño
se hiere los pies con el filo de una navaja barbera.
No quiero que crean ustedes que vengo a hablar de la España negra, la España
trágica, etc., etc., tópico demasiado manoseado y sin eficacia literaria por
ahora. Pero el paisaje de las regiones que más trágicamente la representan, que
son aquellas donde se habla el castellano, tiene el mismo acento duro, la misma
originalidad dramática y el mismo aire enjuto de las canciones que brotan en él.
Siempre tendremos que reconocer que la belleza de España no es serena, dulce,
reposada, sino ardiente, quemada, excesiva, a veces sin órbita; belleza sin la
luz de un esquema inteligente donde apoyarse y que, ciega de su propio
resplandor, se rompe la cabeza contra las paredes.
Se puede encontrar en el campo español ritmos sorprendentes o construcciones
melódicas llenas de un misterio y una antigüedad que escapa a nuestro dominio;
pero nunca encontraremos un solo ritmo elegante, es decir, consciente de sí
mismo, que se vaya desarrollando con serenidad querida aunque brote del pico de
una llama.
Pero aun dentro de esta tristeza sobria o este furor rítmico España tiene cantos
alegres, chanza, bromas, canciones de delicado erotismo y encantadores
madrigales. ¿Cómo ha reservado para llamar al sueño del niño lo más sangrante,
lo menos adecuado para su delicada sensibilidad?
No debemos olvidar que la canción de cuna está inventada (y sus textos lo
expresan) por las pobres mujeres cuyos niños son para ellas una carga, una cruz
pesada con la cual muchas veces no pueden. Cada hijo, en vez de ser una alegría,
es una pesadumbre, y, naturalmente, no pueden dejar de cantarles, aun en medio
de su amor, su desgano de la vida.
Hay ejemplos exactos de esta posición, de este resentimiento contra el niño que
ha llegado cuando, aun queriendo la madre. no ha debido llegar de ninguna
manera. En Asturias, se canta esto en el pueblo de Navia:
Este neñín que teño nel collo
e d'un amor que se tyama Vitorio,
Dios que madeu, treveme llongo
por non andar con Vitorio nel collo.
Y la melodía con que se canta está a tono con la tristeza miserable de los versos.
Son las pobres mujeres las que dan a los hijos este pan melancólico y son ellas
las que lo llevan a las casas ricas. El niño rico tiene la nana de la mujer
pobre, que le da al mismo tiempo, en su cándida leche silvestre, la médula del
país.
Estas nodrizas. juntamente con las criadas y otras sirvientas más humildes,
están realizando hace mucho tiempo la importantísima labor de llevar el romance,
la canción y el cuento a las casas de los aristócratas y los burgueses. Los
niños ricos saben de Gerineldo de don Bernaldo, de Tamar, de los amantes de
Teruel, gracias a estas admirables criadas y nodrizas que bajan de los montes o
vienen a lo largo de nuestros ríos para darnos la primera lección de historia de
España y poner en nuestra carne el sello áspero de la divisa ibérica: "Solo
estás y solo vivirás".
Para provocar el sueño del niño intervienen varios factores importantes si
contamos, naturalmente, con el beneplácito de las hadas. Las hadas son las que
traen las anémonas y las temperaturas. La madre y la canción ponen lo demás.
Todos los que sentimos al niño como el primer espectáculo de la Naturaleza, los
que creemos que no hay flor, número o silencio comparables a él hemos observado
muchas veces cómo, al dormir y sin que nada ni nadie le llame la atención, ha
vuelto la cara del almidonado pecho de la nodriza (ese pequeño monte volcánico
estremecido de leche y venas azules) y ha mirado con los ojos fijos la
habitación aquietada para su sueño.
"¡Ya está ahí!", digo yo siempre, y, efectivamente, está.
El año de 1917 tuve la suerte de ver a un hada en la habitación de un niño
pequeño, primo mío. Fue una centésima de segundo, pero la vi. Es decir, la vi...
como se ven las cosas puras, situadas al margen de la circulación de la sangre,
con el rabillo del ojo, como el gran poeta Juan Ramón Jiménez vio a las sirenas,
a su vuelta de América: las vio que se acababan de hundir. Esta hada estaba
encaramada en la cortina, relumbrante como si estuviera vestida con un traje de
ojo de perdiz, pero me es imposible recordar su tamaño ni su gesto. Nada más
fácil para mí que inventármela, pero sería un engaño poético de primer orden,
nunca una creación poética, y yo no quiero engañar a nadie. No hablo con humor
ni con ironía; hablo con la fe arraigada que solamente tienen el poeta, el niño
y el tonto puro. Al hablar incidentalmente de las hadas cumplí con mi deber de
propagandista del sentido poético, hoy casi perdido por culpa de los literatos y
los intelectuales, que han esgrimido contra él las armas humanas y poderosas de
la ironía y el análisis.
Después del ambiente que ellas crean hacen falta dos ritmos: el ritmo físico de
la cuna o silla y el ritmo intelectual de la melodía. La madre traba estos dos
ritmos para el cuerpo y para el oído con distintos compases y silencios, los va
combinando hasta conseguir el tono justo que encanta al niño.
No hacía falta ninguna que la canción tuviese texto. El sueño acude con el ritmo
solo y la vibración de la voz sobre ese ritmo. La canción de cuna perfecta sería
la repetición de dos notas entre sí, alargando su duración y efectos. Pero la
madre no quiere ser fascinadora de serpientes, aunque en el fondo emplee la
misma técnica.
Tiene necesidad de la palabra para mantener al niño pendiente de sus labios, y
no sólo gusta de expresar cosas agradables mientras viene el sueño, sino que lo
entra de lleno en la realidad cruda y le va infiltrando el dramatismo del mundo.
Así, pues, la letra de las canciones va contra el sueño y su río manso. El texto
provoca emociones en el niño y estados de duda, terror, contra los cuales tiene
que luchar la mano borrosa de la melodía que peina y amansa los caballitos
encabritados que se agitan en los ojos de la criatura.
No olvidemos que el objeto fundamental de la nana es dormir al niño que no tiene
sueño. Son canciones para el día y la hora en que en niño tiene ganas de jugar.
En Tamames se canta:
Duérmete, mi niño,
que tengo que hacer,
lavarte la ropa,
ponerme a coser.
Y a veces la madre realiza una verdadera batalla que termina con azotes, llantos
y sueño al fin. Nótese cómo al niño recién nacido no se le canta la nana casi
nunca. Al niño recién nacido se le entretiene con el esbozo melódico dicho entre
dientes, y en cambio, se da mucha más importancia al ritmo físico, al balanceo.
La nana requiere un espectador que siga con inteligencia sus accidentes y se
distraiga con la anécdota, tipo o evocación de paisaje que la canción expresa.
El niño al que se canta ya habla, empieza a andar, conoce el significado de las
palabras y muchas veces canta él también.
Hay una relación delicadísima entre el niño y la madre en el momento silencioso
del canto. El niño permanece alerta para protestar el texto o avivar el ritmo
demasiado monótono. La madre adopta una actitud de ángulo sobre el agua al
sentirse espiada por el agudo crítico de su voz.
Ya sabemos que a todos los niños de Europa se les asusta con el "coco" de
maneras diferentes. Con el "bute" y la "marimanta" andaluza, forma parte de ese
raro mundo infantil, lleno de figuras sin dibujar, que se alzan como elefantes
entre la graciosa fábula de espíritus caseros que todavía alientan en algunos
rincones de España.
La fuerza mágica del "coco" es precisamente su desdibujo. Nunca puede aparecer,
aunque ronde las habitaciones. Y lo delicioso es que sigue desdibujado para
todos. Se trata de una abstracción poética, y, por eso, el miedo que produce es
un miedo cósmico, un miedo en el cual los sentidos no pueden poner sus límites
salvadores, sus paredes objetivas que defienden, dentro del peligro, de otros
peligros mayores, porque no tienen explicación posible. Pero no hay tampoco duda
de que el niño lucha por representarse esa abstracción, y es muy frecuente que
llame "cocos" a las formas extravagantes que a veces se encuentran en la
Naturaleza. Al fin y al cabo, el niño está libre para poder imaginárselo. El
miedo que le tenga depende de su fantasía, y puede, incluso, serle simpático, yo
conocí a una niña catalana que. en una de las últimas exposiciones cubistas de
mi gran compañero de Residencia Salvador Dalí, nos costó mucho trabajo sacarla
fuera del local, porque estaba entusiasmada con los "papos", los "cocos", que
eran cuadros grandes de colores ardientes y de una extraordinaria fuerza
expresiva. Pero no es España aficionada al "coco". Prefiere asustar con seres
reales. En el Sur, el "toro" y la "reina mora" son las amenazas; en Castilla, la
"loba" y la "gitana", y en el norte de Burgos se hace una maravillosa
sustitución del "coco" por la "aurora". Es el mismo procedimiento para infundir
silencio que se emplea en la nana más popular de Alemania, en la cual es una
oveja la que viene a morder al niño. La concentración y huida al otro mundo, el
ansia de abrigo y el ansia de límite seguro que impone la aparición de estos
seres reales o imaginarios llevan al sueño, aunque conseguido de manera poco
prudente... Pero esta técnica del miedo no es muy frecuente en España. Hay otros
medios más refinados y algunos más crueles.
Muchas veces la madre construye en la canción una escena de paisaje abstracto,
casi siempre nocturno, y en ella pone, como en el auto más simple y viejo, uno o
dos personajes que ejecutan alguna acción sencillísima y casi siempre de un
efecto melancólico de lo más bello que se puede conseguir. Por esta escenografía
diminuta pasan los tipos que el niño va dibujando necesariamente y que se
agrandan en la niebla caliente de la vigilia.
A esta clase pertenecen los textos más suaves y tranquilos por los que el niño
puede correr relativamente sin temores. Andalucía tiene hermosos ejemplos. Es la
canción de cuna más racional. si no fuera por las melodías. Pero las melodías
son dramáticas, siempre de un dramatismo incomprensible para el oficio que
ejercen, yo he recogido en Granada seis versiones de esta nana:
A la nana, nana, nana,
a la nanita de aquel
que llevó el caballo al agua
y lo dejó sin beber.
En Tamames (Salamanca) existe ésta:
Las vacas de Juana
no quieren comer;
llévalas al agua,
que querrán beber.
En Santander se canta :
Por aquella calle a la larga
hay un gavilán perdío
que dicen que va a llevarse
la paloma de su nío.
Y en Pedrosa del Príncipe (Burgos).
A mi caballo le eché
hojitas de limón verde
y no las quiso comer.
Los cuatro textos, aunque de personajes diferentes y de sentimientos distintos,
tienen un mismo ambiente. Es decir: la madre evoca un paisaje de la manera más
simple y hace pasar por él a un personaje al que rara vez da nombre. Solamente
conozco dos tipos bautizados en el ámbito de la nana: Pedro Neleira, de la Villa
del Grado, que llevaba la gaita colgada de un palo, y el delicioso maestro
Galindo de Castilla, que no podía tener escuela porque pegaba a los muchachos
sin quitarse las espuelas.
La madre lleva al niño fuera de sí, a la lejanía, y le hace volver a su regazo
para que, cansado, descanse. Es una pequeña iniciación de aventura poética. Son
los primeros pasos por el mundo de la representación intelectual. En esta nana
(la más popular del reino de Granada),
A la nana, nana, nana,
a la nanita de aquel
que llevó el caballo al agua
y lo dejó sin beber...,
el niño tiene un juego lírico de belleza pura antes de entregarse al sueño. Ese
aquel y su caballo se alejan por el camino de ramas oscuras hacia el río, para
volver a marcharse por donde empieza el canto una vez y otra vez, siempre de
manera silenciosa y renovada. Nunca el niño los verá de frente. Siempre
imaginará en la penumbra el traje oscuro de aquel y la grupa brillante del
caballo. Ningún personaje de estas canciones da la cara. Es preciso que se
alejen y abran un camino hacia sitios donde el agua es más profunda y el pájaro
ha renunciado definitivamente a sus alas. Hacia la más simple quietud. Pero la
melodía da en este caso un tono que hace dramáticos en extremo a aquel y a su
caballo; y al hecho insólito de no darle agua, una rara angustia misteriosa.
En este tipo de canción, el niño reconoce al personaje y, según su experiencia
visual, que siempre es más de lo que suponemos. perfila su figura. Está obligado
a ser un espectador y un creador al mismo tiempo, ¡y qué creador maravilloso! Un
creador que posee un sentido poético de primer orden. No tenemos más que
estudiar sus primeros juegos, antes de que se turbe de inteligencia, para
observar qué belleza planetaria los anima, qué simplicidad perfecta y qué
misteriosas relaciones descubren entre cosas y objetos que Minerva no podrá
nunca descifrar. Con un botón, un carrete de hilo, una pluma y los cinco dedos
de su mano construye el niño un mundo difícil cruzado de resonancias inéditas
que cantan y se entrechocan de turbadora manera, con alegría que no ha de ser
analizada. Mucho más de lo que pensamos comprende el niño. Está dentro de un
mundo poético inaccesible, donde ni alcahueta imaginación, ni la fantasía tienen
entrada; planicie con los centros nerviosos al aire, de horror y belleza aguda,
donde un caballo blanquísimo, mitad de níquel, mitad de humo, cae herido de
repente con un enjambre de abejas clavadas de furiosa manera sobre sus ojos.
Muy lejos de nosotros, el niño posee íntegra la fe creadora y no tiene aún la
semilla de la razón destructora. Es inocente y, por tanto, sabio. Comprende,
mejor que nosotros, la clave inefable de la sustancia poética. Otras veces la
madre sale también de aventura con su niño en la canción. En la región de Guadix
se canta:
A la nana, niño mío,
a la nanita y haremos
en el campo una chocita
y en ella nos meteremos.
Se van los dos. El peligro está cerca. Hay que reducirse, achicarse, que las
paredes de la chocita nos toquen en la carne. Fuera nos acechan. Hay que vivir
en un sitio muy pequeño. Si podemos, viviremos dentro de una naranja. Tú y yo.
¡Mejor, dentro de una uva!
Aquí llega el sueño, atraído por el procedimiento contrario al de la lejanía.
Dormir al niño, habiendo un camino delante de él, equivale un poco a la raya de
tiza blanca que hace el hipnotizador de gallos. Esta manera de recogimiento
dentro de sí es más dulce. Tiene la alegría del que ya está seguro en la rama
del árbol durante la turbulenta inundación.
Hay algún ejemplo en España, Salamanca y Murcia, en el cual la madre hace de
niño, al revés:
Tengo sueño, tengo sueño,
tengo ganas de dormir.
Un ojo tengo cerrado,
otro ojo a medio abrir.
Usurpa el puesto del niño de una manera autoritaria, y, claro está, como el niño
carece de defensa, tiene forzosamente que dormirse.
Pero el grupo más completo de canciones de cuna, y el más frecuente en todo el
país, está compuesto por aquellas canciones en las cuales se obliga al niño a
ser actor único de su propia nana.
Se le empuja dentro de la canción, se le disfraza y se le pone en oficios o
momentos siempre desagradables.
Aquí están los ejemplos más cantados y de más rica enjundia española, así como
las melodías más originales y de más acentuado indigenismo.
El niño es maltratado, zaherido de la manera más tierna: "Vete de aquí; tú no
eres mi niño; tu madre es una gitana". O "Tu madre no está; no tienes cuna; eres
pobre, como Nuestro Señor"; y siempre en este tono.
Ya no se trata de amenazar, asustar o construir una escena, sino que se echa al
niño dentro de ella, solo y sin armas, caballero indefenso contra la realidad de
la madre.
La actitud del niño en esta clase de nanas es casi siempre de protesta, más o
menos acentuada, según su sensibilidad.
Yo he presenciado infinidad de casos en mi larga familia en los cuales el niño
ha impedido rotundamente la canción. Han llorado, han pataleado hasta que la
nodriza ha cambiado, con gran disgusto parte de ella, el disco y ha roto con
otra canción en la cual se compara el sueño del niño con el bovino rubor de la
rosa. En Trubia se canta a los niños esta añada, que es una lección de
desencanto.
Crióme mi madre
feliz y contentu,
cuando me dormía
me iba diciendo:
"¡Ea, ea, ea!,
tú has de ser marqués,
conde o cabaIleru";
y por mi desgracia
yo aprendí a "goxeru".
Facía los "goxos"
en mes de Xineru
y por el verano
cobraba el dineru.
Aquí está la vida
del pobre "goxeru».
"¡Ea, ea, ea!", etc., etc.
Oigan ahora ustedes esta nana que se canta en Cáceres, de rara pureza melódica,
que parece hecha para cantar a los niños que no tienen madre y cuya severidad
lírica es tan madura que más bien parece canto para morir que canto para el
primer sueño:
Duérmete, mi niño, duerme,
que tu madre no está en casa,
que se la llevó la Virgen
de compañera a su casa.
De este tipo existen varias en el norte y oeste de España, que es donde la nana
toma acentos más duros y miserables.
En Orense se canta otra nana por una doncella cuyos senos todavía ciegos esperan
el rumor resbaladizo de su manzana cortada:
Ora, ora, niño, ora;
¿quién vos hai de dar la teta
si tu pai va no monte
y tua mai na leña seca?
Las mujeres de Burgos cantan:
Échate, niño, al ron ron,
que tu padre está al carbón
y tu madre a la manteca
no te puede dar la teta.
Estas dos nanas tienen mucho parecido. La antigüedad venerable de las dos está
suficientemente clara. Ambas melodías están escritas en un tetracordo, dentro
del cual desenvuelven su esquema. Por la simplicidad y su puro diseño son
canciones que no tienen par en ningún cancionero.
Es particularmente triste la nana con que duermen a sus hijos las gitanas de
Sevilla. Pero no creo que sea oriunda de esta ciudad. Es el único tipo que
presento influido por el canto de las montañas del Norte y que no ofrece la
autonomía melódica insobornable que tiene cada región cuando logra definirse.
Constantemente vemos en todos los cantos gitanos esa influencia nórdica a través
de Granada. Está recogida en Sevilla por un amigo mío de gran escrupulosidad
musical. pero parece hija directa de los valles penibéticos. El diseño tiene
extraordinario parecido con este canto de Santander, muy conocido:
Por aquella vereda
no pasa nadie,
que murió la zagala,
la flor del valle,
la flor del vaIle,
sí, etc.
Es una nana de este tipo triste en que se deja solo al niño, aun de la mayor
ternura. Dice así :
Este galapaguito
no tiene madre,
lo parió una gitana.
lo echó a la calle.
No hay duda ninguna de su acento nórdico, mejor diría granadino, canto que
conozco porque lo he recogido, y en donde se traban, como en su paisaje, la
nieve con el surtidor y el helecho con la naranja. Pero para afirmar todas estas
cosas hay que andar con sumo tacto. Hace años, Manuel de Falla venía sosteniendo
que una canción de columpio que se canta en los primeros pueblos de Sierra
Nevada era de indudable origen asturiano. Las varias transcripciones que le
llevamos afirmaron su creencia. Pero un día la oyó cantar él mismo y al
transcribirla y estudiarla notó que era una canción con el ritmo viejo llamado
epitrito y que nada tenía que ver con la tonalidad ni con la métrica típicas de
Asturias. La transcripción. al dislocar el ritmo, la hacía asturiana. No hay
duda de que Granada tiene un gran acervo de canciones de tono galaico y de tono
asturiano, debido a una colonización que gentes de estas dos regiones iniciaron
en la Alpujarra; pero existen otras infinitas influencias difíciles de captar
por esa máscara terrible que lo cubre todo y que se llama carácter regional, el
cual confunde y nubla las entradas de las claves, sólo descifrables por técnicos
tan profundos como Falla, quien, además, posee una intuición artística de primer
orden.
En todo el folklore musical español, con algunas gloriosas excepciones, existe
un desbarajuste sin freno en esto de transcribir melodías. Se pueden considerar
como no transcriptas muchas de las que circulan. No hay nada más delicado que un
ritmo, base de toda melodía, ni nada más difícil que una voz del pueblo que da
en estas melodías tercios de tono y aun cuartos de tono, que no tienen signos en
el pentagrama de la música construida. Ya ha llegado la hora de sustituir los
imperfectos cancioneros actuales con colecciones de discos de gramófono, de
utilidad suma para el erudito y para el músico.
De este mismo ambiente que tiene la nana del galapaguito aunque ya más enjuto y
de melodía más sobria y patética, existe un tipo en Morón de la Frontera y algún
otro en Usana, recogido por el insigne Pedrell.
En Béjar se canta la nana más ardiente, más representativa de Castilla. Canción
que sonaría como una moneda de oro si la arrojásemos contra las piedras del
suelo:
Duérmete, niño pequeño,
duerme, que te velo yo;
Dios te dé mucha ventura
neste mundo engañador.
Morena de las morenas
, la Virgen del Castañar;
en la hora de la muerte
ella nos amparará.
En Asturias se canta esta otra añada, en la cual la madre se queja de su marido
para que en niño la oiga.
El marido viene golpeando la puerta, rodeado de hombres borrachos, en la noche
cerrada y lluviosa del país. La mujer mece al niño con una herida en los pies,
con una herida que tiñe de sangre las cruelísimas maromas de los barcos.
Todos los trabayos son
para las pobres muyeres,
aguardando por las noches
que los maridos vinieren.
Unos veníen borrachos,
otros veníen alegres;
otros decíen: «Muchachos,
vamos matar las muyeres».
Ellos piden de cenar,
ellas que darles no tienen.
"¿Qué ficiste los dos riales?
Muyer, ¡qué gobierno tienes!!"
Etc., etc.
Es difícil encontrar en toda España un canto más triste y de más cruda
salacidad. Nos queda, sin embargo, por ver un tipo de canción de cuna
verdaderamente extraordinario. Hay ejemplos en Asturias, Salamanca, Burgos y
León. No es la nana de una región determinada, sino que corre por el norte y el
centro de la Península. Es la canción de cuna de la mujer adúltera que cantando
a su niño se entiende con el amante.
Tiene un doble sentido de misterio y de ironía que sorprende siempre que se
escucha. La madre asusta al niño con un hombre que está en la puerta y que no
debe entrar. El padre está en casa y no lo dejaría. La variante de Asturias
dice:
El que está en la puerta
que non entre agora,
que está el padre en casa
del neñu que llora.
Ea, mi neñín, agora non,
ea, mi neñín, que está el papón.
El que está en la puerta
que vuelva mañana,
que el padre del neñu
está en la montaña.
Ea, mi neñín, agora non,
ea, mi neñín, que está el papón.
La canción de la adúltera que se canta en Alba de Tormes es más lírica que la
asturiana y de sentimiento más velado...
Palomita blanca
que andas a deshora
el padre está en casa
del niño que llora.
Palomita negra
de los vuelos blancos,
está el padre en casa
del niño que canta.
La variante de Burgos, —Salas de los lnfantes—, es la más clara de todas:
Qué majo que eres,
qué mal que lo entiendes,
que está el padre en casa
y el niño no duerme.
Al mu, mu, al mu mu
del alma,
¡que te vayas tú!
Es una hermosa mujer la que canta estas canciones. Diosa Flora, de pecho
insomne, apto para la cabeza de la víbora. Ávida de frutos y limpio de
melancolía. Esta es la única nana en la cual el niño no tiene importancia de
ninguna clase. Es un pretexto nada más. No quiero decir, sin embargo, que todas
las mujeres que la cantan sean adúlteras; pero sí que, sin darse cuenta, entran
en el ámbito del adulterio. Después de todo, ese hombre misterioso que está en
la puerta y no debe entrar es el hombre que lleva la cara oculta por el gran
sombrero, con quien sueña toda mujer verdadera y desligada.
He procurado presentar a ustedes diversos tipos de canciones que, con excepción
de la de Sevilla, responden a un modelo regional característico desde el punto
de vista melódico. Canciones que no han recibido influencia. melodías fijas que
no pueden viajar nunca. Las canciones que viajan son canciones cuyos
sentimientos permanecen en un equilibrio tranquilo y que tienen cierto aire
universal. Son canciones escépticas, hábiles para cambiar el matemático traje
del ritmo, flexibles para el acento y neutrales para la temperatura lírica. Cada
región tiene un núcleo melódico fijo e insobornable y un verdadero ejército de
canciones peregrinas que circulan por donde pueden y que van a morir fundidas en
el último límite de su influencia.
Existe un grupo de canciones asturianas y gallegas que, teñidas de verde,
húmedas, descienden a Castilla, donde se estructuran rítmicamente y llegan hasta
Andalucía, donde adquieren el modo andaluz y forman el raro canto de montaña
granadino.
La siguiriya gitana del cante jondo, la más pura expresión de la lírica
andaluza, no logra salir de Jerez o de Córdoba. y, en cambio. el bolero, melodía
neutra, se baila en Castilla y aun en Asturias. Hay un bolero auténtico en
Llanes, recogido por Torner.
Los alalás gallegos golpean noche y día los muros de Zaragoza sin poder
penetrarla y, en cambio, muchos acentos de muñeira circulan por las melodías de
ciertas danzas rituales y cantos de los gitanos del Sur. Las sevillanas, que
llegan intactas hasta Túnez. llevadas por los moros de Granada, ya sufren un
cambio total de ritmo y de carácter al llegar a la Mancha, y no logran pasar del
Guadarrama.
En las mismas nanas de que hablo, Andalucía influye por el mar, pero no logra
llegar al Norte, como en otras clases de canciones. El modo andaluz de la nana
tiñe el bajo Levante, hasta algún vou-vei-vou balear, y por Cádiz llega hasta
Canarias, cuyo delicioso arroró es de indudable acento bético.
Podríamos hacer un mapa melódico de España, y notaríamos en él una fusión entre
las regiones, un cambio de sangres y jugos que veríamos alternar en las sístoles
y diástoles de las estaciones del año. Veríamos claro el esqueleto de aire
irrompible que une las regiones de la Península, esqueleto en vilo sobre la
lluvia, con sensibilidad descubierta de molusco, para recoger en un centro a la
menor invasión de otro mundo, y volver a manar fuera de peligro la viejísima y
completa sustancia de España.
* * * * * |